
Mientras subía cada mañana a la colina de la Tercera Calle hacia la escuela Waverly para descubrir qué canción iba a hacer memorizar la señorita Wible a los niños ese día, pasaba delante de una choza hecha de madera de abeto ennegrecida por el tiempo, del tipo que se ve en viejos graneros que llevan en mal estado por mucho tiempo. Esta choza estaba al lado de una doble parcela en la que crecía bardana, malva loca y rosa silvestre. Conocía a la anciana que vivía allí como Moll Miner, porque los chicos la atormentaban gritando ese nombre cuando pasaban en la procesión diaria hacia la escuela. En realidad nunca la vi hasta un sábado por la mañana cuando, a falta de otra cosa mejor que hacer, fui a cazar pájaros.
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Tenía una escopeta Red Ryder de aire comprimido, la parcela de Moll Miner tenía pájaros y así, tumbado boca abajo, como si los pájaros fueran indios salvajes, disparé a uno. Cuando se dejó caer herido de muerte, la mujer salió chillando de su choza hacia el pájaro caído, lo llevó al pecho y a continuación salió gritando: «Sé quién eres. Eres el chico del impresor. ¿Por qué lo mataste? ¿Qué daño te había hecho?». Luego vencida por los sollozos desapareció en su choza. Su alborotado pelo blanco y viejo vestido de estar por casa de algodón, de color gris pálido con desteñidas rosas rosas, se prolongó en mi visión después de volver a casa. ¿Quién podía responder a una pregunta como esa a los ocho o a los veintiocho años? Pero ser preguntado me hizo preguntarme a mí. Maté porque quería. Maté por divertirme. ¿A quién le importaban los pájaros? Había pájaros de sobra. Pero entonces ¿qué quería decir esta vieja señora loca llevándose el pájaro abatido a su casa? Dijo que me conocía ¿cómo era posible? Todo era muy extraño. Me vi a mí mismo deseando que el disparo no hubiera matado en realidad al pájaro sino sólo lo hubiera conmocionado. Me sentí estúpido y traté de sacar el incidente de mi mente. Una semana después o así me deshice de mi escopeta de aire comprimido, cambiándola por una herramienta para cavar y unas canicas. Me dije que estaba cansado de ella. No era de todos modos una escopeta de verdad. Por Halloween algunos chicos estaban planeando una travesura con la anciana señora. Protesté, diciendo que deberíamos meternos con alguien que pudiera contraatacar y perseguirnos. «No deberíamos meternos con gente débil», dije. «De todas formas, esa señora no está loca, es muy amable».
Ese invierno, sin preguntar, quité la nieve de alrededor de su casa. Era un asunto que normalmente hacía por dinero suelto y era bueno en ello, pero ni siquiera pedí permiso. Simplemente quité con la pala la nieve de la acera sin pedir dinero. Ella me vio desde su ventana sin decir una palabra. Si reconoció que yo era el muchacho que disparó al pájaro es algo que me gustaría poder decir, pero eso es todo lo que hay. Se dice que ningún gorrión cae [sin que Dios lo sepa]. Ese fue el modo en que aprendí a preocuparme por los valores morales en Monongahela, rozando los hombros con hombres y mujeres que se preocupaban de otras cosas aparte de las que compraba el dinero, aunque también se preocupaban del dinero. Los observaba. Me hablaban. ¿Se ha dado cuenta de que nadie habla a los niños en las escuelas? Quiero decir nadie. Todos los intercambios verbales en la escuela son instrumentales. Lo que se hace cara a cara es contrario a la política. Por eso los profesores populares son detestados y echados. Hablan a los chicos. Es inaceptable.

Extraido de Historia Secreta del Sistema Educativo, de John Taylor Gatto